Precedido de mentiras y promesas de campaña a manera de “exposición de motivos”, el Presidente que se va en unos meses puso ayer sobre el atril del Constituyente de 1857 un paquete de reformas para culpar a otros de su fracaso sexenal.
Hay motivos de fondo para preocuparse por el futuro inmediato de la democracia, aunque sobresale la intención política de culpar a los partidos opositores de frenar en el Congreso el paraíso de justicia y jauja que ofrece López Obrador.
Pudo haber enviado esas reformas al inicio del gobierno, cuando tenía mayoría calificada en la Cámara de Diputados para modificar la Constitución y muchos senadores priistas temblaban de miedo.
De seguro pasaban.
Lo hace a unos meses de irse porque necesita endosar las culpas de su fracaso.
Culpa de la oposición en el Congreso y del Poder Judicial. Es decir, de la división de poderes que hay en todo sistema democrático.
Para abajo la división de poderes, dicen sus reformas.
O súbditos o enemigos. No hay más.
AMLO no deja el país en manos del pueblo, como dijo ayer.
Deja buena parte de México en manos de cárteles de las drogas, extorsionadores, asaltantes de carreteras y traficantes de seres humanos.
Su récord no es la disminución de la pobreza, sino el máximo histórico de asesinatos, desapariciones e impunidad.
¿No que lo iba a solucionar en seis meses?
Dice que fue culpa de la oposición por no aceptar a la Guardia Nacional en la estructura de la Secretaría de la Defensa.
En los hechos lo está, pero no sirve para nada.
Imposible que sea útil a la sociedad cuando tiene órdenes de no atacar a los grupos criminales.
Dice que es culpa de los jueces que dejan libres a los delincuentes.
La mayoría de los juzgadores que llevan casos criminales se juega la vida en casa sentencia, y AMLO los culpa a ellos por los expedientes mal integrados por el Ministerio Público.
El gran protector de grupos criminales ha sido el gobierno del presidente López Obrador.
Su partido, Morena, es el beneficiario electoral de esa complicidad.
Ya no pueden regresar a la botella al monstruo que crearon, y el Presidente montó un acto teatral de reformas para culpar a la oposición de su fiasco como mandatario.
Según él, nos deja la receta de cómo curar el flagelo de la violencia, luego de haberla disparado a niveles insufribles para cientos de miles de mexicanos que huyen de sus comunidades o se van de braceros a Estados Unidos.
El daño causado por su frenesí destructivo lo pagarán generaciones de mexicanos.
Destruyó el sistema de salud pública.
La medicina privada es cara. Los seguros de gastos mayores ahogan a cualquier particular. Y los hospitales del IMSS, ISSSTE y Salud están abarrotados, no se dan abasto, sin medicinas ni equipo suficiente.
Culpó a los laboratorios, a los médicos y a los enfermos.
Destruyó la reforma educativa, las estancias infantiles, las escuelas de tiempo completo.
Ayer insistió en presentarse como el salvador de la educación pública, cuando ha sido su sepulturero.
Devolvió a los sindicatos la rectoría de la educación, con los resultados que podemos ver en las pruebas internacionales.
La culpa es de los parámetros neoliberales con que se mide la calidad de la educación, dice.
Quiere salir en hombros de Palacio Nacional porque, en su estrategia, podrá decir que el Congreso, la Suprema Corte y la prensa le impidieron llegar más lejos.
Nos deja de tarea las reformas que se deben hacer para desatar el nudo que obstaculiza la felicidad del pueblo.
Nos deja un país con 40 por ciento de la población con dificultades para acceder a lo elemental, el agua (nota de María Cabadas, El Universal), porque se gastó el dinero en caprichos inútiles.
¿Qué esperábamos, si recortan 28.4 por ciento del presupuesto de infraestructura hidráulica?
López Obrador mantiene popularidad aceptable y su candidata es favorita para sucederlo en el cargo, porque reparte dinero.
Ahí está el punto central de la continuidad del grupo en el poder: el reparto de dinero.
Igual que han hecho otros populismos fracasados en América Latina: repartir dinero, restringir la fiscalización del gasto y agitar el odio de clases.
Hasta que el dinero se acaba.
López Obrador secó los fondos destinados a emergencias, fideicomisos y ahorros que le dejaron administraciones pasadas.
Nada que promueva el desarrollo, la seguridad, la salud, la educación. Todo al reparto en efectivo.
Gran Presidente. Muy querido por el pueblo.
También los ricos han ganado en su gobierno, dice y tiene razón.
Pero ha sido a costa del dinero que debió usarse en lo fundamental y se destinó a caprichos.
Destruir el NAIM costó dinero y lo seguiremos pagando.
El Tren Maya y la refinería en Dos Bocas fueron una mina de oro para tener en la bolsa a un grupo de millonarios y enriquecer a amigos.
Tiró un billón y medio de pesos en Pemex, para seguir perdiendo.
Frenó la entrada al país de 200 mil millones de dólares en inversión privada en energía, al congelar la reforma del Pacto por México.
Y los culpa a ellos, los inversionistas privados, de su fracasada política energética.
Mandó reformas para seguir perdiendo, y en electricidad, regresar a la normatividad de 1960.
Reformas para que todos nos jubilemos con el 100 por ciento del último sueldo.
Ni en Dinamarca, la verdad.
Si no pasan sus reformas antes de las elecciones, la oposición será la culpable de impedir la felicidad del pueblo.
¿Por qué no las presentó cuando tenía mayoría calificada, y lo hace ahora que no la tiene y ya se va?
Porque son el pretexto donde ocultar el fracaso de su gestión.
Y bandera de campaña para ganar la mayoría en el Congreso y dar el golpe final a la legalidad democrática.