La columna vertebral de la narrativa de Andrés Manuel López Obrador es que él es la víctima. Su carrera opositora la construyó colocándose en la mente de la gente como el principal enemigo del poderoso sistema político mexicano que no lo quería dejar llegar a la Presidencia. La gran víctima nacional. Pero cuando finalmente llegó, siguió siendo la víctima. El David que había vencido al Goliat.
El propio López Obrador se sorprendió por la amplitud de su triunfo, y por empezar el sexenio con más del 80% de aprobación. En la recta final de su administración, goza de una aprobación de alrededor del 55%, que analistas no suelen interpretarlo como evaluación del gobierno sino más como cariño e identificación hacia la persona de AMLO (en la evaluación del gobierno, las mismas encuestas lo ponen dramáticamente reprobado en combate a la inseguridad, combate a la corrupción y situación económica).
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Mucho de este cariño y hasta adoración que tiene un importante segmento de la población hacia el presidente se explica porque lo ven como el gran emblema de una lucha del pueblo. Él es pueblo y está enfrentando a los poderosos. El problema es que no hay nadie más poderoso que él.
Lleva cinco años siendo el hombre más poderoso de México. Tiene el presupuesto y las fuerzas armadas a su disposición. Usa las instituciones de investigación y procuración de justicia (SAT, UIF, FGR) para perseguir sus objetivos políticos. Pero se sigue haciendo la víctima. Es él contra los poderosos, contra la mafia. Su mejor herramienta para tapar los malos resultados en los indicadores de gobierno: mantener en el imaginario de muchos esta idea de seguir siendo el débil a pesar de ahora tener todo el poder.
En su administración sobran los ejemplos del enorme poder que detenta. Autoritarismo, abusos y presiones contra críticos y opositores. Es burdo. Se presume como un gran demócrata, mientras a la vista de todos él está dirigiendo cada detalle de la sucesión presidencial. Se autoproclama como el segundo presidente más atacado de la historia —no sería de extrañar que pronto diga que rebasó a Francisco I. Madero— cuando nadie ataca más que él. Es evidente que tiene a la mayoría de los medios de comunicación a su favor y al servicio de su candidata. En días pasados llegó al punto de confesar que le tiraba línea al anterior presidente de la Suprema Corte y de criticar a la actual por actuar como autónoma y no someterse a sus órdenes. “No me vengan con que la ley es la ley”, “por encima de la ley, mi autoridad moral” son frases del Presidente que retratan su estilo de gobernar.
Y justo en estos días que nada le sale bien, que trae la mala racha por el tráfico de influencias de sus hijos, que anda atorado por no poder sacudirse el #NarcoPresidente como tendencia y que tiene el reflector internacional por ser un acosador de la prensa —tras sus arteros ataques a Tim Golden de ProPublica y Natalie Kitroeff del New York Times—, lleva al banquillo de los acusados a un periodista que ha exhibido algunos de los más sonados escándalos de corrupción de su sexenio: los videos de sus hermanos Pío y Martinazo López Obrador, la Casa Gris de su hijo José Ramón López Beltrán, El Clan de tráfico de influencias de sus otros hijos, Andy y Bobby.
En el clímax del descaro, declara que a ese periodista no le van a hacer nada porque es muy poderoso. Insulta a la jueza que lleva el caso, insulta a los magistrados y ministros que podrían analizarlo, no escatima en injurias que no tienen sustento en ninguna prueba contra mí, y con ese disciplinado método, el gandalla mayor… se dice la gran víctima.