Scarface: El precio del poder se estrenó en diciembre de 1983, hace ahora poco más de 40 años. Hoy cuesta creerlo, pero llegó a las salas estadounidenses, en plena campaña navideña, precedida de augurios funestos y de una feroz campaña de descrédito que estuvo a punto de lastrar sus expectativas comerciales. Su distribuidora, Universal, llegó a considerarla un estreno de muy alto riesgo financiero: partía de un presupuesto inicial de 12 millones de dólares y había acabado costando el doble o el triple (las versiones difieren), una cifra, en cualquier caso, muy difícil de amortizar en taquilla.
La película puso en serio riesgo la salud de su interprete principal, Al Pacino, empezando por la integridad de sus fosas nasales, y casi cuesta la vida a dos especialistas en escenas de acción. Creó un conflicto con la Oficina de Turismo del estado de Florida y con la comunidad cubana de Miami que obligó a trasladar el rodaje al sur de California. Robert De Niro no quiso protagonizarla y John Travolta rechazó el papel de Manny, lugarteniente del protagonista, Tony Montana. Sidney Lumet renunció a dirigirla y le auguró un fracaso de proporciones bíblicas. Causó una crisis de ansiedad a su productor, Martin Bregman, y una breve recaída en el consumo de cocaína a su guionista, Oliver Stone. Brian De Palma atribuía a su tenso y accidentado proceso de producción la responsabilidad directa del fracaso de su matrimonio con la actriz Nancy Allen.
Más aún, críticos del prestigio de Pauline Kael, Leonard Maltin o Jay Scott la describieron como un espectáculo autoindulgente y fallido, la última de las “películas elefante” que acabaron condenando al Nuevo Hollywood al basurero de la historia. Intelectuales como Kurt Vonnegut o John Irving abandonaron la sala el día de su preestreno en Nueva York, y las actrices Raquel Welch y Diane Lane, invitadas a la alfombra roja, estupefactas ante el hiperbólico despliegue de violencia al que acababan de asistir, fueron incapaces de pronunciar ni una palabra en su defensa.
Una bomba de efecto retardado
En la actualidad la recordamos como una película de culto, toda una leyenda cinematográfica a la altura (o a muy escasa distancia) de El padrino, Taxi Driver o El cazador, pero lo cierto es que Scarface fue en su día un proyecto maldito que estuvo a punto de descarrilar en múltiples ocasiones. La última, en la mesa de montaje, en noviembre de 1983, muy pocas semanas antes de su estreno. Brian De Palma se había embarcado en una febril carrera contra el reloj para evitar que la patronal del gran cine estadounidense, la Motion Picture Association of America (MPAA), la calificase X por “su alta dosis de violencia y su uso sistemático de lenguaje obsceno”. El director iba ya por la cuarta versión y se resistía, muy especialmente, a hundir sus tijeras en la escena final, un terso clímax de furia descarnada que venía a ser, en su opinión, la médula de la película.
Harto de las injerencias creativas de “los censores”, De Palma sugirió a Bregman una estrategia suicida: “Dejemos la película tal cual, que le pongan la X y presentemos una apelación. Convirtámosla en un escándalo”. Los cines en que iba estrenarse el 9 de diciembre ya la estaban anunciado como calificada R (o sea, una clasificación según la cual en los cines estadounidenses no pueden entrar menores de 17 años en la sala si no es acompañados con un adulto) y amenazaron con retirarla del cartel si se le acababa asignando la maldita letra X, reservada por entonces a la pornografía o las películas de serie B de temática extrema.
Al final se optó por una vía intermedia. De Palma presentó al comité de apelación de la MPAA una quinta versión, casi idéntica a la cuarta, y el sanedrín de 20 propietarios de salas, directivos de estudios y distribuidores independientes se plegó a las presiones de Universal y decidió, por 17 votos a 3, revocar el veredicto inicial y otorgarle a Scarface la R que pedía. Bregman declaró poco después que ese pulso extenuante le había costado décadas de juventud. Y De Palma, en una triquiñuela perversa, decidió a última hora estrenar la cuarta versión en lugar de la quinta, convencido, como en efecto ocurrió, de que los cambios introducidos eran tan insignificantes que nadie iba a notar la diferencia.
Detractores de hoy y de siempre
Rhik Samadder, crítico de Prospect Magazine, tiene una teoría. Los críticos que maltrataron a Scarface en 1983 estaban en lo cierto. En su opinión se trata de una película “mediocre”, además de incoherente en lo narrativo y “truculenta, misógina, racista y nihilista” desde un punto de vista “político y filosófico”.
Si en las últimas décadas hemos desarrollado una ceguera selectiva hacia sus “incuestionables” defectos es porque hemos perdido la capacidad de verla tal cual es y percibimos apenas “su aura”, impregnada, además, “de nostalgia”. Nos habla de la última edad dorada del gran cine estadounidense, de Pacino en todo su esplendor histriónico, de Palma encaramándose a la cumbre, de la emergencia de Oliver Stone como gran narrador contemporáneo y gurú de la transición a una insolente sensibilidad posmoderna.
Samadder añade que Tony Montana (un personaje “repulsivo”, antihéroe “mezquino, cruel e incestuoso”, un criminal impenitente sin ninguna cualidad que le redima) es todo un icono pop para boomers y miembros de la generación Y y Z,gracias, sobre todo, a la apropiación acrítica de su figura por parte del hip hop. Al crítico le fascinan detalles como que, en Scarface: Origins of a Hip Hop Classic, documental de 2003, P Diddy afirme “con inquietante precisión” que ha visto la película “63 veces”. Para Samadder, Jay-Z, Notorious BIG, Nas, Kanye West o Raekwon son los genuinos apóstoles del culto laico del que es objeto Tony Montana.
Jason Bailey repasa en Vulture la controversia que rodeó a la película, considerada en su día poco menos que un panfleto xenófobo que denigraba a los inmigrantes cubanos y se hacía eco de un rumor tóxico: que entre los cerca de 150.000 refugiados procedentes de puerto Mariel, en Cuba, que Estados Unidos acogió en 1980 había “un alto porcentaje de peligrosos delincuentes recién excarcelados que las autoridades castristas enviaron para desestabilizar a su enemigo”. Bailey recuerda cómo líderes de la comunidad cubana de Miami se movilizaron contra la película acusándola de perpetuar estereotipos y alimentar las fantasías racistas y nativistas del gran público en un periodo de conflictividad exacerbada.
Oliver Stone se defendió recurriendo a un argumento obvio: “Tony Montana es un criminal, y todos los criminales tienen una nacionalidad. Si hubiese sido colombiano, hoy me estarían acusando de contribuir a la campaña de desprestigio de que son objeto los ciudadanos de Colombia. Pero lo cierto es que Tony es un solo individuo, responsable por tanto de sus propios actos y en absoluto representativo del conjunto de su sociedad de origen. De hecho, en la película aparecen también su madre y su hermana, dos inmigrantes perfectamente honradas que reprochan a Montana su nocivo estilo de vida y la pésima imagen que da de los cubanos”.
Caribe, todo incluido
Cuando Stone aceptó hacerse cargo del guion que le pedía Martin Bregman, en octubre de 1982, el escritor y futuro cineasta neoyorquino estaba en la cresta de la ola. Había ganado un Oscar por el impactante libreto de El expreso de medianoche (Alan Parker, 1978) y acababa de escribir el guion de Conan el bárbaro. Si se mostró dispuesto a involucrarse en el remake de un clásico muy lejano, Scarface, el terror del hampa (1932), crónica aproximada de las correrías de un trasunto de Al Capone dirigida por Howard Hawks, es porque Bregman le propuso un ejercicio de pensamiento lateral que le resultó fascinante: en lugar de convertirlo en otra historia de mafiosos italoamericanos, iban a ambientarlo en la Florida de los marielitos, los cubanos procedentes del éxodo de puerto Mariel.
Stone pasó varias semanas en los barrios latinos de Miami, entrevistándose con policías y delincuentes, e incurrió de nuevo, influido por ese ambiente de “eterna verbena”, en el viejo hábito de esnifar cocaína “a todas horas”. De ahí se trasladó con su mujer a París, donde escribió el guion “de una sentada y completamente sobrio”. Por entonces, ya concebía la película como “una gran epopeya caribeña, exuberante, glamurosa, erótica, llena de energía, extravagancia y colorido”.
Cuando el hombre que iba a dirigir la película, Sidney Lumet, leyó las cerca de 300 páginas escritas por Stone, alegó las siempre socorridas “diferencias creativas” para escurrir el bulto. De poco sirvió que Bregman apelase a lo bien que les había ido juntos en proyectos anteriores en los que también estaba involucrado Pacino como Serpico o Tarde de perros. Lumet no quería comprometer su prestigio participando en semejante despropósito, aunque tuvo la elegancia de no expresar su opinión en público.
Así que Bregman recurrió a un Brian De Palma que estaba encontrando dificultades para cerrar acuerdos de financiación tras el fracaso en taquilla de una de sus películas más personales, Impacto (Blow Out, 1981), y se mostró dispuesto, por una vez, a asumir una película de encargo. A esas alturas Robert De Niro había rechazado ya el papel de Tony Montana. Glenn Close, Kim Bassinger, Brooke Shields, Sharon Stone y otra media docena de actrices habían sido consideradas para el de Elvira, amante del gangster, y Bregman se había resignado a ofrecérselo a la “gélida y poco experimentada” Michelle Pfeiffer, de 24 años.
Laxantes y tronos de sangre
El rodaje fue una maratón de 24 semanas, entre noviembre de 1982 y mayo de 1983, que arrancó en Los Ángeles para continuar en San Diego y Santa Barbara, con una breve y casi clandestina excursión a Miami, ciudad que se había negado a acoger la película, pero en la que, pese a todo, se filmaron algunas escenas, empezando por una de las más célebres, la del brutal desmembramiento de Ángel, el primer socio de Montana.
En marzo, Pacino se produjo quemaduras de cierta consideración en la mano izquierda al aferrar accidentalmente el cañón de un arma que acababa de ser disparada. Mientras se recuperaba en el hospital, De Palma aprovechó para rodar una serie de escenas de acción que no requerían de su presencia. En una de ellas, la explosión prematura de una bomba causó heridas graves a dos especialistas. Aunque el incidente más publicitado, que un reportaje de Variety presentó como ejemplo supremo del nivel de frivolidad y delirio que estaban alcanzando por entonces las producciones de Hollywood, fueron las lesiones en las fosas nasales que sufrió Pacino tras inhalar las altas cantidades de laxante infantil y leche en polvo que sustituían a la cocaína durante el rodaje de las casi continuas escenas narcóticas.
Stone contribuyó, tal vez sin pretenderlo, a la leyenda negra de la película. Como declaró a la web especializada Creative Screenwriting, se sentía “atrapado” en el set de producción, mortificado por la lentitud exasperante impuesta por las continuas interrupciones, el “perfeccionismo neurótico” de un De Palma siempre obsesionado por “detalles triviales” y la “desconcertante inseguridad” de Pacino, que insistía una y otra vez en repetir tomas. Mientras se rodaba la escena final, ese aquelarre de violencia desquiciada que De Palma planteó como un homenaje a Trono de sangre (1957), de Akira Kurosawa, Steven Spielberg realizó una visita de cortesía al set de producción de Santa Barbara e insistió en echar una mano. De Palma le encargó que dirigiese la peculiar toma en la que los asesinos irrumpen por vez primera en la mansión de Tony Montana.
Al final, la película sobrevivió a accidentes y vicisitudes varias y acudió a tiempo a su cita con las salas de cine. Tuvo un desempeño notable en su primera semana, pero recaudó apenas la mitad que su gran rival en taquilla, Impacto súbito, la secuela de Harry el sucio dirigida por Clint Eastwood, otra producción ultraviolenta denostada por la critica.
Scarface acabó la temporada cosechando unos respetables pero decepcionantes 45 millones de dólares en Estados Unidos y 20 más en el resto del mundo. La rentabilidad le acabó llegando por una vía por entonces insólita: un rápido estreno en VHS y Betamax en verano de 1984 que la convirtió en la película más alquilada del año y la primera en superar las 100.000 copias vendidas en formato doméstico. El crítico Gary Arnold la describió como un placer culpable: no irías a verla a la sesión diurna de un cine de Times Square, pero sí estás dispuesto a alquilarla a escondidas y disfrutarla en solitario en la intimidad del hogar.
Hoy ya nadie parece tener gran cosa que objetarle. Hollywood Insider la considera una de las diez mejores películas de gangsters de la historia, en Quora la aúpan al podio de los grandes clásicos y ya apenas se cuestiona su carácter de gran referente contracultural. Gary Thompson recuerda en Star Tribune que algunas de las películas estrenadas en 1983 que aspiraron al Oscar fueron Yentl, Reencuentro y Silkwood, tres pesos pluma, y que la ganadora, La fuerza del cariño, no era mucho mejor. Las más taquilleras del año fueron El retorno del Jedi y Octopussy. A aquella hornada de celuloide inofensivo y de obsolescencia casi inmediata, Thompson opone una de las películas de los primeros ochenta que mejor han envejecido en barrica, Scarface, “con sus carnicerías perpetradas con motosierras, sus gigantescas cordilleras de cocaína” y la mirada extraviada de Pacino mientras insulta a diestro y siniestro con un estrafalario acento cubano. Es difícil, para cualquiera que la haya visto, no estar de acuerdo con semejante veredicto.
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