La Real Academia Española decidió que la palabra del 2023 fue “polarización”. Acertó plenamente. Dentro y fuera de Iberoamérica la polarización ha sido la norma. La vivimos cotidianamente y se puso de manifiesto electoralmente, con mayor claridad que en ningún otro país, en los comicios de noviembre en Argentina, que le dieron el triunfo a Javier Milei.
El presidente de Argentina comenzó el año con un paquete de 600 nuevas leyes sacadas por decreto que intentan transformar radicalmente el escenario político, social y económico de su país. El paquete de reformas contempla la privatización de empresas públicas, cambios en el sistema electoral, reformas fiscales, cambios profundos al sistema de pensiones, drástica reducción de empleos y el gasto público y restricciones a las manifestaciones de protesta, entre muchos otros puntos.
Estamos hablando de realizar un cambio de 180 grados en el esquema que, por una parte, garantizó la estabilidad constitucional desde la caída de la dictadura militar en 1983, pero que es también, más allá de los diferentes gobiernos que tuvieron el poder en esos 40 años, el que es causante directo de la desastrosa situación económica que vive ese país. El mismo modelo proteccionista que han seguido muchas naciones latinoamericanas y que México no termina de seguir porque la situación objetiva no le permite al presidente López Obrador del todo hacerlo, pero que es, en nuestro caso, lo que impide que tengamos una verdadera recuperación económica y que en cinco años hayamos crecido apenas un uno por ciento anual, pese a la proximidad con Estados Unidos, las remesas y el nearshoring. Por eso, lo de Milei genera tanto interés en América Latina, como lo hace Bukele en El Salvador, con la diferencia de que Argentina es la tercera economía de la región, y la influencia de lo que suceda en ese país tendrá repercusiones reales en muchos otros países.
Cuando estuve en Buenos Aires, en noviembre pasado, cubriendo la elección que le dio el triunfo a Milei, un taxista me decía, con todo el sentido común del mundo, que Milei no había ganado en la primera vuelta electoral porque había cometido tres errores: había alabado a Margaret Thatcher cuando aún están vivas las heridas de la guerra de las Malvinas; porque había defendido a los militares, que cometieron gravísimas violaciones a los derechos humanos durante la dictadura de 1976 a 1983; y porque se había metido con el papa Francisco, enormemente querido en su país natal, acusándolo, incluso, de ser un “imbécil” y de ser “el representante del maligno en la Tierra”.
Bueno, de eso, como de muchas otras cosas, una vez ganadas las elecciones en la segunda vuelta, queda poco: ni una palabra de admiración a Thatcher, aunque sí a Trump, pero mucho más matizadas porque Milei necesita del apoyo de Biden ante los enormes vencimientos que tiene Argentina; con el papa Francisco, Milei habló el mismo día de su triunfo electoral, en un tono que olvidaba todo lo que había dicho. Y respecto al tema de la dictadura, se redujo la presencia (pero no la influencia) de la vicepresidenta Victoria Villarruel, la mayor defensora de la misma. Por cierto, una de las medidas adoptadas por Milei fue la designación del general de brigada Alberto Presti al frente del ejército, cuyo nombramiento provocó el pase a retiro de 22 generales, en lo que fue definido como la purga más grande de mandos militares durante los 40 años de democracia, mayor incluso a la que hizo cuando asumió Raúl Alfonsín, al fin de la dictadura militar.
¿Es viable el plan de Milei? Algunas cosas podrán transitar porque la situación es sencillamente crítica: por ejemplo, en el terreno económico el gobierno argentino tendría que pagar en estos días nada menos que 16 mil millones de dólares de multa a los llamados fondos buitre por indemnizaciones derivadas de la fallida estatización de la petrolera YPF (que Milei propone volver a privatizar). Al mismo tiempo tiene vencimientos por miles de millones de dólares con el FMI, al que necesita para financiarse en estos meses críticos.
Todo eso tiene un alto costo social, que en algunos aspectos se tendrá que pagar, pero limitar por ley las manifestaciones y las protestas, como decidió Milei, no ayudará demasiado, al contrario, éstas se podrían incrementar y obligar a ejercer medidas represivas. La apuesta del gobierno de Milei es que el hartazgo con la situación que se vive lleve a la mayoría de la población a aprobar el ajuste con la expectativa de salir adelante el día de mañana y en camino a que acepte una limitación de sus libertades. Es una apuesta altísima y que, en el mediano y largo plazo, suele ser costosa, para los gobiernos y las sociedades.
Dice Joaquín Estefanía, comentando la obra de Sergéi Guriev, que hoy “en lugar de aterrorizar a los ciudadanos, un gobernante hábil puede controlar o reconfigurar las creencias de su pueblo sobre el mundo. Puede engañar a sus ciudadanos para que se conformen o también para que lo aprueben con entusiasmo. En lugar de reprimir con dureza, los nuevos dictadores manipulan. Son dictadores de la manipulación”.
El experimento Milei está en marcha y habrá que esperar sus resultados, porque hoy allí están puestos los ojos de muchos, incluso más allá de América Latina. Lo que sucede es que la alternativa a estas políticas carentes de toda gradualidad no puede con los populismos de signo ideológico contrario.