Lo ocurrido en Texcaltitlán debería obligar al gobierno federal a revisar toda su estrategia de seguridad, y al gobierno del Estado de México a hacer algo en ese ámbito, la seguridad pública, que tiene en completo abandono.
Catorce muertos, cuatro pobladores y diez del grupo criminal que fue por enésima vez a cobrar la extorsión a los comuneros; dos personas heridas secuestradas del hospital donde estaban internadas, sin que se sepa al día de hoy si eran de los pobladores o los sicarios. Una comunidad que se arma con machetes y escopetas para enfrentar a un comando de criminales luego de que una y otra vez denunciaron el hecho ante las autoridades sin recibir respuesta. Un largo enfrentamiento sin que apareciera un policía, un guardia nacional, un soldado, ninguna autoridad, incluyendo al presidente municipal, en una de las zonas más conflictivas en términos de crimen organizado en todo el país. Una población, Texcaltitlán, que se lanza a matar o morir contra los criminales porque ya no tiene nada que perder, sin recibir apoyo alguno de las autoridades.
La respuesta presidencial ante lo sucedido es lamentable y exhibe en toda su dimensión el porqué del fracaso de la actual estrategia de seguridad: dijo el presidente López Obrador que teníamos que luchar contra la extorsión “entre todos” y terminó hablando del consumo de drogas. La lucha contra la extorsión y contra el crimen organizado no es una lucha de todos, es y debe ser, primordialmente, una lucha del Estado y sus instituciones contra los grupos criminales, decir que es una lucha de todos es no asumir las responsabilidades que le corresponden el Estado.
Lo ocurrido en Texcaltitlán no tiene nada que ver con el narcomenudeo o el consumo, ni siquiera con el narcotráfico en sí: como hemos dicho muchas veces, el empoderamiento de los grupos criminales, potenciado por la política de abrazos y no balazos, ha permitido el fortalecimiento de los mismos y ha llevado a éstos a incursionar en muchos otros terrenos diferentes al tráfico de drogas: hoy combinan aquellas actividades, potenciadas a su vez por los enormes recursos que deja el tráfico de fentanilo, con el tráfico de migrantes, la extorsión, la apropiación de terrenos, la invasión de minas, la intervención en la obra pública y mucho más. Y toda la zona donde se encuentra Texcaltitlán es casi paradigmática en este sentido.
Nada de esto es nuevo. En octubre del año pasado, por ejemplo, el asesinato de 20 personas en San Miguel Totolapan, Guerrero, incluyendo al presidente municipal y su padre, de siete policías municipales y de varios integrantes de las autodefensas, era un ejemplo claro de cómo se había empoderado el crimen organizado de toda esa región.
Eso sigue hasta hoy, toda la región sur del Edomex, desde Ixtapan de la Sal hasta Tejupilco, Tlatlaya, Luvianos, Zacualpan, Temascaltepec, Sultepec y, por supuesto, Valle de Bravo, todo Michoacán, Morelos, parte de Guerrero, es una zona donde la extorsión, el cobro de piso y el secuestro son la norma y generan una expoliación constante de la sociedad, que se siente cada vez más indefensa. Los criminales fijan hasta el precio de las tortillas. El grupo que controla esa zona, o la disputa a otros, es la Nueva Familia Michoacana, encabezada por dos narcotraficantes, los hermanos Johnny y José Alfredo Hurtado Olascoaga, apodados El Pez y El Fresa.
Lo sucedido en Texcaltitlán exhibe la forma de operar de este grupo criminal, pero también los enormes márgenes de impunidad de la que gozan. En medio de ese enfrentamiento de los pobladores con los sicarios, no apareció ninguna autoridad. La Guardia Nacional llegó muchas horas después de que se produjeron los hechos. Los criminales se mueven impunemente con varias camionetas y hombres armados, sin que ninguna autoridad los encare.
Hay que insistir en una pregunta: ¿tan difícil será localizar a capos que controlan territorios, que suben largos videos, como hacen los hermanos Olascoaga, que aseguran que sus domicilios son públicos, que se exhiben cotidianamente en la región en la que operan? En estos días se vuelve a debatir sobre la adscripción de la Guardia Nacional a la Defensa y sobre la participación de las Fuerzas Armadas en temas de seguridad pública. Yo no veo mal que la GN esté en la Defensa Nacional. Lo que está mal es la estrategia, no el instrumento. Desde que comenzó ese debate hemos insistido en que no se ha ido al fondo del mismo: no se ha hablado del sistema de seguridad en sí, del sistema policial que necesitamos en el país, de la casi inexistente policía de investigación, de cómo se puede construir algo que no tenemos, con militares o sin ellos, en la seguridad pública.
Ni ante la tragedia, ante las dramáticas imágenes de una comunidad defendiéndose de los criminales, hay la mínima autocrítica de las autoridades, el menor reconocimiento de que las cosas están mal. El Presidente en el fin de semana estuvo en la Tierra Caliente de Guerrero y en Tejupilco, en el Estado de México, dos de las regiones que controla la Nueva Familia Michoacana y no pronunció ni una palabra de condena a esos grupos, no señaló a los responsables de estas tragedias cotidianas. Un silencio tan estruendoso se escucha como miedo, reticencia o complicidad.