Al momento de escribir estas líneas estoy viajando a Buenos Aires, Argentina, para cubrir las históricas (esta vez sí lo son) elecciones presidenciales en ese país del Cono sur de América, de donde me fui en 1977, cuando era poco más que un adolescente. Mi vida, prácticamente toda, la he hecho en México —mi país, mi familia y mi carrera son mexicanos— en estos últimos 47 años.
Se equivocan los expresidentes Vicente Fox y Felipe Calderón o mi admirado Mario Vargas Llosa cuando llaman a votar por Javier Milei en los comicios argentinos del próximo domingo. Se equivocan porque, desde la distancia, ven a Milei como un liberal que puede acabar con dos décadas, con interrupciones, de los gobiernos kirchneristas, tan malos como el del conservador Mauricio Macri, al que también apoyan.
Milei puede terminar ganando las elecciones argentinas, pero no representa el liberalismo, sino el peor de los populismos, el autoritario e insensato, que quiere acabar con uno de los pactos fundacionales de la democracia argentina nacida hace 40 años, luego de la terrible dictadura militar que gobernó, es un decir, entre 1976 y 1983: el pacto del Nunca Más, plasmado por la comisión que encabezó Ernesto Sábato y que logró juzgar por crímenes de lesa humanidad a mil 200 violadores de los derechos humanos que secuestraron, torturaron, desaparecieron y mataron a 40 mil personas. Cualquiera que haya visto la película Argentina, 1985, que fue aspirante al Oscar este año, se puede hacer una pálida idea de cómo fueron esos procesos.
Podemos tener distintas opiniones, pero no distintos datos. Cuando me fui de Argentina, con menos de 20 años de edad, había sido secuestrada Ana, mi pareja, que tenía entonces 17 años y estaba embarazada, estuvo seis meses en un campo de concentración en una situación terrible, bajo constantes torturas. Fue liberada por una gestión del entonces presidente Carter. Nos reencontramos en Brasil y de allí fuimos a Suecia, donde nació mi primera hija.
El mismo día de su nacimiento supimos que en Argentina había sido secuestrada su abuela, la fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, junto con otras madres y dos monjas francesas. Años después, Ana pudo saber que su madre había sido llevada a la Escuela de Mecánica de la Armada, donde fue torturada durante una semana y su cuerpo, con vida, como el de las otras madres y las monjas, fue arrojado desde un avión al mar. Apareció a muchos kilómetros de Buenos Aires en una playa a donde las corrientes arrastraban los cuerpos que arrojaban de los aviones. Los restos fueron enterrados en una fosa común. Muchos años después pudieron ser identificados y rescatados. Esther, así se llamaba la madre de Ana, había sido, era, una muy cercana amiga de un sacerdote jesuita de nombre Jorge Bergoglio, a quien conocemos hoy como el papa Francisco, ése que Milei dice que es el diablo en la Tierra.
Antes del secuestro de Ana, habían sido detenidos, torturados, desparecidos durante tres semanas mis padres, mi hermana y mi tío. Finalmente, fueron reconocidos por una gestión que hizo ese político digno y valiente que fue Raúl Alfonsín, pero, además de que fueron despojados de todo, vivieron durante toda la dictadura en el ostracismo, sin papeles y sin poder salir del país. En el camino habían sido asesinados algunos de mis mejores amigos y dos novias de la adolescencia. Habíamos cometido el terrible pecado, todos nosotros, de ser dirigentes estudiantiles de oposición. Otros 40 mil estudiantes, artistas, trabajadores y periodistas sufrieron esa suerte, cientos de miles tuvieron que partir al exilio.
Milei, y sobre todo su candidata a la Vicepresidencia, Victoria Villarruel, niegan esa realidad. No sólo la niegan, quieren reescribir la historia. Quieren, por ejemplo, volver la Esma (el principal de las decenas de campos de concentración que había en el país y que fue declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO) una oficina gubernamental. Es como si alguien quisiera convertir Auschwitz en un campo de futbol.
Ese solo intento de reescribir la historia, de negar la barbarie, alcanzaría para descalificar a Milei como un dirigente democrático. El resto de sus propuestas lo confirman: quiere dolarizar la economía, cuando no existen ni remotamente recursos para ello (las reservas son de unos 10 mil millones de dólares negativos, o sea, que faltan en las reservas); quiere acabar con todos los subsidios, que sin duda dañan la economía, pero no pueden ser quitados de un día para el otro; insulta y agrede a sus críticos; se asesora mediante una médium con su perro muerto y de sus otros cuatro perros (reproducidos por clonación del muerto), los cuales, dice, son sus principales asesores; quiere desaparecer el banco central, el ministerio de Educación y muchos otros, y propone liberalizar desde la venta de armas hasta la de órganos.
Su oponente, Sergio Massa, está lejos de ser una maravilla. Es un político pragmático (algunos dicen que cínico) que, más allá de su discurso, es relativamente conservador, con buenas relaciones en Estados Unidos y que promete hacer desde la Presidencia exactamente lo contrario de lo que ha hecho desde el ministerio de Economía, que él mismo encabeza. No es la primera vez que, siendo parte del oficialismo, intenta poner distancia con el kirchnerismo.
Quién sabe si lo logrará, lo cierto es que, sin un gran acuerdo, no podrá gobernar. Pero sí garantizará respetar las libertades y el pacto de justicia y gobernabilidad que significó el Nunca Más. Regreso este fin de semana —casi medio siglo después de irme— a Argentina, esperando, sinceramente, que los Milei no puedan desconocer la historia.