La aprobación del presidente Andrés Manuel López Obrador, en la serie histórica de EL FINANCIERO, no produjo ninguna sorpresa en septiembre. A un año de dejar el poder, cerró con una aprobación de 58 por ciento, que refleja una estabilidad sólida desde el segundo trimestre de 2020, que lo ubica como el mandatario mexicano con mejores números en lo que va del siglo. Pero también muestra su personalidad refractaria, por un lado, y su peculiaridad sin precedente para que se le resbale todo, por otro lado, que le permite, a un año de que deje el poder, que se siga desasociando la mala gestión gubernamental de su persona. No es un dato menor.
Como gobierno, el suyo está reprobado en seguridad pública (67 por ciento piensa que está mal), corrupción (47 por ciento contra 31 por ciento, y sigue subiendo, reprueba su manejo) y economía (52 por ciento, un brinco de ocho puntos de la anterior medición, evaluó mal su trabajo), pero él se mantiene firme. Es cierto que el incremento de recursos para programas sociales, que desde junio ha tenido una aprobación galopante y sostenida, ayuda a mantener su popularidad, pero no es suficiente. El recurso de López Obrador para lograr que siga invulnerable su teflón sigue siendo poderoso.
Es la mañanera, sin duda alguna, lo que le ha permitido que las mediciones que se han hecho a lo largo de casi todo su sexenio desafíen la física, y que la tercera ley de Newton –a cada acción hay una reacción–, utilizando su lenguaje coloquial, otro factor de su éxito, le haga lo que el viento a Juárez. Su conducción se centra en la comunicación política que despliega todas las mañanas en Palacio Nacional, donde concentra en él la voz del gobierno y traduce los problemas más complejos de una manera simple, para explicarlos con verdades, medias verdades y mentiras, pero acomodando siempre la conclusión a sus intereses.
Esto es lo que se le ha dado en llamar “la verdad alterna” de López Obrador, que sintetiza de forma tramposa con el “yo tengo otros datos”, que requiere que enfrente sistemáticamente a quienes presentan una visión e información distintas a la que promueve y provocar en ellos un daño reputacional que incida en su credibilidad. De esta necesidad estratégica para formar consenso en torno a su gobierno surgió la guerra, desde principio de su sexenio, contra medios de comunicación y periodistas críticos, sacrificando incluso a viejos aliados, como Carmen Aristegui, quien con su postura indómita ante gobiernos panistas y priistas, fue un piolet en la muralla del viejo régimen, fundamental para allanar la llegada de López Obrador al poder.
La mañanera, que comenzó cuando era jefe de Gobierno de la Ciudad de México por una necesidad objetiva de iniciar las actividades de la administración a temprana hora y poder atajar problemas menores –robos de cajeros automáticos o accidentes– y evitar que al ser difundidos masivamente por la radio fueran creando una percepción de inseguridad en la capital, evolucionó de manera espontánea como un micrófono de alcance nacional, a convertirse en la estrategia vital para su administración.
A su voz se le añadieron paleros y comediantes involuntarios que colocó su equipo en la primera fila de la mañanera para lisonjearlo y bloquear que periodistas de verdad hicieran preguntas incómodas, pero que se fueron agotando gradualmente. La segunda oleada de acompañamiento fue el reclutamiento de plumas profesionales –algunas de ellas de renombre–, que también fueron perdiendo credibilidad por tratar de defender a veces cosas indefendibles –como la militarización de la seguridad–, y que dieron paso a nuevas plumas cuya finalidad no era hablar bien del gobierno, sino hablar mal de quien lo criticara.
Pero no fueron ellos quienes lograron contener y neutralizar la crítica, sino López Obrador, quien ha logrado, si bien no esos objetivos a plenitud, desviar muchas veces la corriente de la opinión pública con habilidad, como la de lanzar distractores a la prensa que, muchas veces, picó el anzuelo. Quizás el más significativo, porque siguen muchos perdidos en una discusión falsa, fue cuando declaró que México tendría un sistema de salud como el de Dinamarca. López Obrador sólo ha mencionado la frase 17 veces en su sexenio, de acuerdo con el registro de SPIN Taller de Comunicación Política, pero su reproducción en medios podría medirse en cientos o miles de veces.
Los distractores son una pieza integral de las mañaneras. El Presidente habla de múltiples temas y los medios lo reproducen, sin jerarquizar lo importante, y sin verificar si lo que dice es cierto. No ha sido costumbre en México o en el mundo cuestionar si lo que dice un líder es cierto o no, pero se hizo necesario en Estados Unidos por las mentiras flagrantes del expresidente Donald Trump, y aunque debiera ser lo mismo en México, los medios no lo hacen con López Obrador.
El toma y daca del Presidente no ha sido sólo con los medios. Lo mismo ha hecho con el Poder Judicial, y con los órganos electorales, los organismos autónomos y las organizaciones no gubernamentales, llevando su batalla a un terreno épico, al identificarla como una lucha reciclada del siglo 19 entre conservadores y liberales. Ha sido tan exitosa la forma como empaquetó política e ideológicamente la confrontación, que hasta neófitos en la materia la utilizan como plática de sobremesa.
Paradójicamente, han sido los medios, no las “benditas redes sociales”, como ha señalado el Presidente desde hace años, quienes le han ayudado a blindarse y que los mexicanos no le cuelguen las deficiencias y fracasos de las políticas públicas de su administración, como ayuda a entender SPIN, que muestra que el promedio de visitas a la transmisión de la mañanera cayó de 873 mil en septiembre de 2020, a 118 mil el mes pasado. La dialéctica entre López Obrador y los medios no variará; se retroalimentan y discuten en la arena pública mexicana. Para bien y para mal, falta un buen rato para que esto termine, exactamente, 250 mañaneras –salvo imponderables–, a partir de hoy, y hasta el fin del sexenio.