Se atribuye al político Carlos Castillo Peraza la afirmación de que “todos los mexicanos llevamos un priista dentro”. Curiosamente, él no militaba en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), sino en el entonces opositor Acción Nacional (PAN). Sus palabras eran un diagnóstico político. El PRI tuvo en el siglo pasado tal influencia en la vida pública que controló todas las instituciones y gobernó todos los rincones del país. Su poder fue rotundo. Dominó la política, pero también la cultura, el entretenimiento, los medios. El partido más antiguo de México tenía como proyecto moldear un país a su semejanza, con una población que profesara sus mismos valores, en una suerte de biopolítica, de gobernanza del espíritu. La corrupción, la transa, el chanchullo, la mordida, se normalizó desde el poder. No por nada, el último presidente priista, Enrique Peña Nieto (2012-2018), creía que la corrupción era un problema cultural. De hecho, el suyo fue uno de los sexenios más corruptos de la historia mexicana.
El priismo de Peña Nieto prometía una nueva forma de gobernar. Aparecieron nuevos cuadros, jóvenes egresados de universidades extranjeras, técnicos motivados por el know how (saber hacer las cosas) más que por las ideologías del siglo pasado. El PRI intentaba así conquistar de nuevo la confianza del votante mexicano, que echó al partido hegemónico de la presidencia en el 2000, tras siete décadas de mandato ininterrumpido (cosa muy distinta es decir que se acabó con el priismo). Peña Nieto, el político que devolvió al tricolor al poder en 2012, se rodeó de un grupo de asesores tecnócratas, gobernantes en los Estados y empresarios que dedicaron gran parte de sus esfuerzos a saquear las arcas públicas. Varios de esos colaboradores han sido encarcelados, otros son buscados por la justicia y unos más se han ido al exilio (el expresidente vive en España). El partido, en realidad, había renovado únicamente su apariencia, el peinado y la sonrisa.
Durante ese sexenio se elaboró y ejecutó uno de los más sofisticados mecanismos de desvío de recursos públicos y blanqueo, la Operación Safiro (nombrada deliberadamente con ‘s’ y no con ‘z’). Se trató de una acción concertada entre el Gobierno peñista y los gobiernos estatales en manos del PRI para extraer millones de pesos del erario, blanquearlos mediante una compleja red de empresas fantasma, y luego inyectarlos a las campañas electorales donde el partido intentaba retener el poder o arrebatarlo a sus adversarios. El mecanismo fue descubierto a finales de 2016 por la Fiscalía de Chihuahua, cuando el PAN sacó al tricolor de la gubernatura estatal. Tras siete años en los que la investigación fue objeto de una gigantesca disputa política y judicial emprendida por el PRI, que desde el primer momento intentó sofocar la indagatoria, el caso finalmente fue sepultado por la Suprema Corte de Justicia el pasado 11 de octubre.
Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones presidenciales de 2018 con la bandera del combate a la corrupción del pasado y el presente. Pero el dinero desviado en la Operación Safiro no se ha recuperado; solo exfuncionarios menores han enfrentado la justicia; algunos involucrados han muerto en circunstancias extrañas; los pesos pesados del círculo peñista y del PRI no fueron llamados a cuentas; las empresas fantasma utilizadas en el entramado corrupto continúan funcionando… Siete años de normalidad, se diría. El partido se asoma al país que moldeó y ve su nítido reflejo, intacto. El espejo no se rompió. Siete años más de buena suerte para el PRI. Los malaventurados están en otra parte, del otro lado del cristal.
El mecanismo de saqueo
La Operación Safiro se comenzó a desentrañar en Chihuahua, pero se trató de un modelo de corrupción replicado en varios Estados gobernados por el PRI entre 2015 y 2016, en un momento en que el partido en el poder se jugaba su dominio en el Congreso —eran elecciones legislativas intermedias— y el control de las gubernaturas. La operación involucró a tres instancias: la Secretaría de Hacienda federal, entonces encabezada por Luis Videgaray, un hombre de todas las confianzas de Peña Nieto; el PRI, que presidía el exgobernador de Sonora, exdiputado y exsenador Manlio Fabio Beltrones; y el gobierno estatal en cuestión. El caso de Chihuahua, que entonces gobernaba César Duarte, sirve para explicar el funcionamiento del saqueo.
En abril de 2016, la Unidad de Política y Control Presupuestario de Hacienda transfirió al Gobierno de Chihuahua 275 millones de pesos. Casi de inmediato, y en un solo día, los recursos fueron depositados a las cuentas de empresas de papel que simularon contratos con la Secretaría de Educación estatal para la impartición de cursos y asesorías. Del total del dinero recibido de Hacienda, 246 millones de pesos (13,4 millones de dólares) fueron enviados a las compañías Samex, Sinnax, Sisas y Despacho de Profesionistas Futura, que fueron constituidas en la misma semana, en la misma notaría y prácticamente con los mismos accionistas. Los restantes cuatro millones de pesos (218.000 dólares) fueron transferidos a la empresa Jet Combustibles, propiedad de Alejandro Gutiérrez, La Coneja, un político de Coahuila al que Beltrones había designado secretario general adjunto del PRI.
El dinero fue dispersado entre abril y junio a través de una compleja red de más empresas fachada y testaferros, en su mayoría personas pobres cuyas identidades fueron robadas. La Fiscalía de Chihuahua comenzó a desentrañar el mecanismo luego de que el PRI perdió la elección de ese Estado el 5 de junio de 2016 frente al panista Javier Corral. Los empleados del saliente gobierno de Duarte pusieron manos a la obra para “empapelar” las transferencias millonarias, es decir, elaborar contratos, estudios de mercado y comprobantes que dieran la apariencia de que las contrataciones se habían hecho conforme a la ley. No lo lograron. La Fiscalía obtuvo las facturas que probaban las salidas de dinero irregulares.
Varios funcionarios de Duarte decidieron colaborar con las investigaciones y rindieron testimonios que resultaron clave para dibujar la magnitud de la Operación Safiro. El secretario de Hacienda del duartismo, Jaime Herrera, declaró a la Fiscalía que recibió la instrucción de parte del gobernador y de La Coneja para concretar el desvío de los 250 millones de pesos. Herrera también señaló que las empresas mediante las que se efectuó la operación fueron dispuestas por el hombre de Beltrones. Otros exempleados de Duarte aportaron afirmaciones que confirmaban lo dicho por el exsecretario.
El dinero robado circuló durante dos meses por una red de 20 empresas y casas de bolsa. Once de las compañías involucradas también recibieron en 2016 depósitos de otros gobiernos estatales del PRI por un monto adicional de 301 millones de pesos, de acuerdo con una investigación de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de Hacienda. Los Estados que efectuaron esos desvíos fueron Durango, Morelos, Sonora, Colima, Michoacán y el Estado de México. Sumando el dinero comprometido de Chihuahua, los recursos malversados en la Operación Safiro suman, al menos, 551 millones de pesos.
Recientemente, el Instituto Nacional Electoral (INE), que inició una indagatoria siguiendo la pista del financiamiento de campañas electorales, documentó que varios militantes del PRI participaron en la operación, como testaferros o representantes legales de las compañías de papel. Otros ayudaron activamente a cobrar cheques en ventanillas bancarias para convertir el dinero a efectivo. Además, según el expediente del INE, otra empresa de la que La Coneja era accionista, Crec Desarrollos, recibió el mismo año un depósito de la dirigencia del PRI —de la que el personaje era secretario general adjunto, recuérdese— mediante una triangulación con otra compañía.
La investigación del INE solo vino a corroborar que el partido tricolor prestó su estructura política, desde sus militantes de a pie hasta sus dirigentes, para posibilitar el desvío y blanqueo de recursos de Safiro. Cuando se reveló en los medios la existencia del mecanismo de corrupción, en diciembre de 2017, tanto Beltrones como Videgaray negaron estar involucrados en delito alguno. El exgobernador Duarte había huido meses atrás a Estados Unidos. Solo serían detenidos La Coneja, un puñado de exfuncionarios medios de Chihuahua y testaferros sin relevancia.
La Viuda Negra
Un asesinato múltiple acaparó los titulares en mayo de 2020. Un alto exfuncionario de la Secretaría de Hacienda de Peña Nieto había sido ejecutado por un grupo armado junto a sus tres hermanos y su madre de 60 años mientras todos participaban de una fiesta familiar. El crimen sucedió a plena luz del día, en un fraccionamiento acomodado del Estado de Morelos, a donde las víctimas y sus familiares fueron a pasar el confinamiento de la pandemia. Poco tiempo después se supo que el objetivo del ataque era Isaac Gamboa, el extitular de la Unidad de Política y Control Presupuestario de Hacienda. Nada menos que quien autorizó con su firma las transferencias millonarias a los Estados participantes de la Operación Safiro.
Las autoridades de Hacienda, en el Gobierno de López Obrador, descubrieron que Gamboa, su esposa —Bethzabee Brito— y sus hermanos habían construido una enorme fortuna en años recientes. El exfuncionario y su familia crearon empresas fantasma que formaban parte de una red que blanqueó alrededor de 5.800 millones de pesos (318 millones de dólares). Los Gamboa invirtieron varios millones en propiedades en Ciudad de México. Los investigadores sospechaban que parte de la fortuna de Gamboa provenía de sobornos pagados por su participación en los desvíos de Safiro, y que su conglomerado de compañías fachada pudo ser utilizado también para blanquear los fondos malversados.
La Fiscalía de Chihuahua recabó testimonios de testigos que implicaban a Gamboa en la trama de los desvíos al PRI. El secretario de Hacienda de Duarte declaró que La Coneja, la mano derecha de Beltrones, le pidió expresamente ponerse de acuerdo con el alto funcionario de Hacienda para efectuar el desvío desde Chihuahua. Gamboa, pues, era una pieza clave, la bisagra entre el Gobierno federal, el partido y los gobernadores.
Se trataba de un hombre de mucha confianza de Luis Videgaray. Ambos comenzaron a colaborar desde 2007, Cuando Videgaray contrató a Gamboa para trabajar en la Secretaría de Finanzas del Estado de México, que gobernó Peña Nieto antes de convertirse en presidente. La Fiscalía de Chihuahua tenía planes de llamar a Gamboa a testificar, pues su firma estaba plasmada en el convenio de la transferencia recursos de la Federación al Estado. La autoridad ministerial no lo consiguió, porque la Administración de Peña Nieto, con la colaboración de jueces federales, emprendió una agresiva —y exitosa— estrategia para arrebatar a Chihuahua el control de la carpeta de investigación.
A pesar de los nexos de Gamboa con la Operación Safiro, la indagatoria de su asesinato —a cargo de la Fiscalía de Morelos, lugar donde sucedió el crimen— nunca tomó en cuenta sus antecedentes políticos y de corrupción. La Fiscalía de ese Estado capturó a la viuda de Gamboa, Bethzabee Brito, y la acusó del multihomicidio. Según la autoridad, la mujer quería quedarse con la fortuna y huir con un amante. La apodaron la Viuda Negra. A tres años y medio del asesinato, ella sigue en prisión sin sentencia, lo mismo que uno de los sicarios.
Los investigadores en Chihuahua a cargo del expediente de los desvíos nunca dieron crédito a esa versión. El exgobernador Corral y su fiscal declararon a los medios que Gamboa era un hombre que sabía demasiado sobre la Operación Safiro y que los únicos beneficiados con su silencio eran los funcionarios de primer nivel y políticos del entorno de Peña Nieto.
El encubrimiento del fraude
Isaac Gamboa tenía tanta importancia para el peñismo que la Secretaría de Hacienda federal presionó abiertamente al Gobierno de Chihuahua para que el funcionario fuese excluido de la investigación. La carta que usó la Administración de Peña Nieto fue cerrar al Estado el flujo de fondos federales para provocar una crisis de gobernabilidad a Corral. El exgobernador ha contado antes la anécdota de cómo, en una reunión en Hacienda en enero de 2018, le dijeron que, si quería destrabar el conflicto, debía hablar personalmente con el presidente Peña Nieto para llegar a un acuerdo. La Coneja había sido detenido semanas antes y el priismo estaba nervioso.
Corral rechazó las presiones y ventiló al público el chantaje del peñismo a cambio de impunidad. Lo que vino después fue el despliegue de una operación gubernamental a varias bandas para arrebatar a la justicia de Chihuahua la competencia para indagar la Operación Safiro. La Fiscalía General de la República (FGR), encabezada por Alberto Elías Beltrán, otro fiel colaborador de Peña Nieto, promovió recursos legales para que la investigación pasara a manos de la Federación y el asunto fuese juzgado por la justicia federal. La defensa del operador de Beltrones se sumó a la misma estrategia. El peñismo quería investigarse y juzgarse a sí mismo.
El argumento de la FGR era que los recursos reclamados por Chihuahua eran de origen federal, no estatal. La estrategia prosperó, gracias a la influencia del Gobierno priista en el Poder Judicial y en la Suprema Corte de Justicia. El entonces presidente del Supremo, Luis María Aguilar, dejó en firme la resolución de un tribunal colegiado que había ordenado el traspase de la carpeta de Chihuahua a la justicia federal. Una vez que la FGR tuvo el control de la indagatoria, esta no solo se estancó, sino que se hizo lo posible por librar al único detenido de mayor perfil, La Coneja, de toda responsabilidad.
En una audiencia en agosto de 2018, los fiscales de la FGR retiraron las acusaciones contra el colaborador de Beltrones. El juez federal que llevaba la causa penal determinó que se cancelara el expediente. El Gobierno de Chihuahua promovió un amparo contra el sobreseimiento de la carpeta, exigiendo que se le reconociera como víctima del desvío millonario. La ley mexicana exige el consentimiento de la parte ofendida para que proceda el carpetazo de un expediente. Si Chihuahua ganaba el amparo, podía echar atrás el cierre de la investigación. Era su último recurso para salvar el caso.
El peñismo también jugaba a contrarreloj. En julio de ese año ganó las elecciones presidenciales López Obrador y el grupo político del PRI buscaba desesperadamente un asidero. Unas semanas antes de pasar la estafeta al nuevo mandatario electo, la Consejería Jurídica presidencial promovió ante la Suprema Corte un recurso para blindar a Peña Nieto y a su gabinete de cualquier investigación emprendida por fiscalías estatales. El recurso fue admitido por el ministro Eduardo Medina Mora. No era más que un amparo para cubrirse las espaldas con la anuencia del Supremo.
Corral y sus investigadores siempre sostuvieron que existía un pacto de impunidad de altos vuelos para encubrir los desvíos del tricolor. Una imagen pareció darles la razón. En mayo de 2019, el abogado Juan Collado celebraba la boda de su hija. El letrado era un conocido defensor de prominentes priistas. Su despacho representó también a La Coneja, amén de que el propio Collado hizo directamente negocios con el Gobierno de Duarte en Chihuahua. A la boda acudieron el ya exfiscal Elías Beltrán, y los ministros Medina Mora, Aguilar y Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena. La foto produjo una sacudida en la política mexicana, pues ponía en duda los límites de la división de poderes.
El recurso de Corral contra el carpetazo de la Operación Safiro escaló a la Suprema Corte y se resolvió apenas hace unas semanas, con un proyecto del ministro Ortiz Mena. La resolución fue en contra de la petición de Chihuahua. El Supremo razonó que a una entidad como un gobierno estatal no se le puede otorgar el carácter de víctima en un proceso penal, salvo en los casos en que se le afecte su patrimonio. Si bien se podría sostener que el dinero desviado pertenecía a los ciudadanos chihuahuenses, no era propiedad del gobierno estatal, de acuerdo con la sentencia.
Punto final
Gracias a la ayuda del peñismo, La Coneja solo tuvo que purgar una sentencia en Chihuahua por los cuatro millones de pesos que entraron a las cuentas de su empresa Jet Combustibles. A estas alturas de la historia él ya es un hombre libre y sin deudas con la justicia. La mayoría de los exfuncionarios medianos que participaron en la operación de desvío ya han purgado sus penas. Incluso uno de los principales protagonistas del duartismo, Antonio Tarín, murió en abril pasado (se suicidó, según las autoridades estatales).
El exgobernador Duarte fue capturado y extraditado de EE UU en 2022. Está vinculado a proceso en Chihuahua por otros delitos de corrupción no relacionados con Safiro. El nuevo Gobierno estatal, encabezado por María Eugenia Maru Campos, del PAN, se ha convertido en el principal abogado de Duarte. La Fiscalía de Maru ha acusado al fiscal que encabezó la investigación de los desvíos en el duartismo de haber torturado psicológicamente a los imputados para que aceptaran las culpas e implicaran al exgobernador. Detrás de tal defensa de Duarte está el hecho de que ese mismo fiscal documentó sobornos del exmandatario a Maru cuando esta era una diputada local. Duarte ha promovido recursos para poder llevar su proceso en libertad, alegando motivos de salud. No hay nada que impida pensar que eso puede ocurrir.
Han pasado siete años desde que la Fiscalía de Corral inició la carpeta de investigación sobre la Operación Safiro, un expediente que prometía hacer caer, por fin, a los grandes perpetradores de la corrupción en México. El freno de mano que metió el Gobierno peñista a la indagatoria provocó su naufragio. Eso, y la colaboración transversal de funcionarios de todos los partidos y todo tipo de instituciones, de pequeños funcionarios a prominentes jueces.
El INE, que documentó el entrelazamiento entre la estructura priista y la red de blanqueo de dinero, decidió no sancionar al partido, por no tener la certeza de que los recursos efectivamente hayan beneficiado al PRI. El Tribunal Electoral validó esa resolución. Ningún partido, salvo Morena, protestó (el PAN y el PRD, que años antes alzaron la voz por los desvíos de Chihuahua, callaron ahora, pues son aliados electorales del PRI). El último clavo al ataúd lo puso la Suprema Corte. Es el ethos priista descrito por Castillo Peraza, el coletazo que prueba que el dinosaurio aún vive.