¿Merecen los trabajadores del Poder Judicial cobrar pensiones dignas al concluir su vida laboral si el propio Poder Judicial aportó recursos, así como los trabajadores, para ello? ¿Merecen tener recursos los jueces y magistrados para poder instalarse en una nueva ciudad cuando son cambiados de adscripción, lo que sucede con bastante normalidad? ¿Deben ser eliminados los fideicomisos que con sus propios recursos ha construido el Poder Judicial para dar apoyo a sus integrantes? ¿Tiene sentido que quien ha dedicado su vida a impartir justicia pueda retirarse dignamente? ¿No son salarios y pensiones dignas medidas que permiten controlar la corrupción o las tentaciones en las que puedan caer jueces, magistrados y trabajadores del Poder Judicial?
Todas éstas parecen ser preguntas con respuestas de simple sentido común, pero en el México de impronta populista que vivimos no es así. Una de las características de los regímenes populistas, antiguos o modernos, se reconozcan de derecha o de izquierda, es que quieren acabar con esa enorme molestia en la democracia que es la división de Poderes. Y el Judicial suele ser el que más les molesta: le molestaba a Donald Trump, hasta que tuvo una mayoría conservadora en la Corte Suprema, lo que no ha impedido que tenga literalmente decenas de demandas en su contra, desde abuso sexual hasta fraude fiscal. Le molesta a Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (entre otras razones porque quien tiene que rendir cuentas, y muchas, ante la justicia, al igual que Trump, es ella misma). Le molestó a Daniel Ortega en Nicaragua o a Nicolás Maduro en Venezuela, hasta que acabaron con el poder judicial autónomo.
Y en México, el Poder Judicial se ha convertido, casi desde el día uno de su gobierno, pero mucho más desde que Norma Piña asumió la presidencia de la Corte el 2 de enero pasado, en el gran enemigo del presidente López Obrador.
Sin duda, hay espacios de corrupción en el Poder Judicial, como los hay hasta niveles altos y bajos del Ejecutivo o el Legislativo. La corrupción en el país es una realidad, quien lo dude que vea lo ocurrido estos años en Segalmex. Ése no es el tema de discusión.
Tampoco se trata de que los ministros tengan diferencias, a veces profundas, entre sí. De la misma forma que el Presidente no tiene mayoría de simpatizantes en la Suprema Corte, sí la tiene en el importantísimo Consejo de Judicatura.
Lo fundamental es que, independientemente de la integración de cada una de esas instancias, el Poder Judicial mantenga su independencia y autonomía y, con todos sus vaivenes, la ha mantenido durante estos cinco años, más allá de quiénes han estado en los mandos de ese Poder e, incluso, de sus cambios internos.
El problema que tiene el Ejecutivo respecto al Poder Judicial no es el de los sueldos o las pensiones de retiro de magistrados y jueces, es que todos los procesos políticos que le interesan al Ejecutivo han terminado siendo rechazados desde el Judicial por la sencilla razón de que han estado mal construidos, han violado la Constitución y la Corte no puede darle luz verde a proyectos evidentemente inconstitucionales.
Ha fallado en muchos casos la FGR (en ocasiones porque ha aceptado sacar adelante procesos que no se basaban en marcos legales y no se han construido casos sólidos, ya que se debieron atender necesidades políticas del Ejecutivo) y también el Legislativo porque, como ocurrirá ahora con la desaparición de los fideicomisos del Poder Judicial, se vota sin siquiera debatir las ocurrencias en forma de iniciativa que envía el Ejecutivo.
Se quieren apropiar de 15 mil millones de pesos que no son suyos, que pertenecen a otro Poder. Se multiplicaran los amparos y las acciones de inconstitucionalidad contra la medida y cuando se declare inconstitucional lo que está por aprobar el Legislativo, se desgarrarán las vestiduras en el oficialismo argumentando que ésa es una demostración de la corrupción y avaricia de los jueces, ignorando lo que es un hecho evidente: no se trata de corrupción, sino de normas ilegales, inconstitucionales cuyo único objetivo es debilitar al Poder Judicial para tratar de subordinarlo al Ejecutivo, y mucho más concretamente a los dictados del mandatario en turno.
Si hubiera algún rasgo de autonomía en el Poder Legislativo, estos intentos tendrían que ser frenados, esas iniciativas revisadas, pero (como se ha vuelto norma en esta segunda mitad del sexenio) la única orden es que las iniciativas del Ejecutivo en el Congreso se tienen que aprobar “sin cambiarle ni una coma”, y como vienen mal construidas terminan chocando, más tarde o más temprano, como ocurrirá con el tema de los fideicomisos, con el muro de la realidad y la constitucionalidad.
Es tan torpe la operación que incluso temas que podrían ser objeto de negociación entre los partidos, incluso en época electoral, como lo es establecer normas y plazos, conveniencia o no, de mantener la Guardia Nacional en la Defensa Nacional (más allá de cualquier intencionalidad política, una exigencia de la realidad y de la seguridad básica del país) no se puede procesar porque no hay disposición para ello: en ninguna instancia del gobierno se plantea ese diálogo salvo, tímidamente, en la propia Defensa Nacional. Pero lo mismo ocurre en todos los ámbitos: en la energía, la agricultura y el presupuesto.
Y sin disposición a dialogar, a aceptar los límites propios y ajenos, no se puede hacer política ni, mucho menos, sostener un régimen democrático. Y todo termina siendo una oscilación polarizante que lleva cotidianamente hacia el autoritarismo.