La nación más poderosa del planeta, y entrañable en muchos sentidos, es presa de una demencial disputa de egos entre dos ancianos impopulares.
Por la Casa Blanca pasó el populismo y dañó el alma de esa nación esplendorosa a la que van a estudiar, o impartir clases, líderes de izquierda, centro, derecha, ateos, cristianos o musulmanes.
Siempre recuerdo lo que me dijo hace tres años un cubano, viejo, negro como el carbón, de mirada triste y collares dorados de bisutería barata en un escalón del Parque del Dominó, en la Pequeña Habana de Miami:
“Este país ya está empingao”.
Con el experimento populista de Donald Trump en la Presidencia, Estados Unidos entró a uno de los momentos más polarizados de su historia política contemporánea.
El país se encuentra, literalmente, partido por la mitad en cuanto a las alternativas políticas para dirigir el rumbo político y económico.
Tanto el presidente Joe Biden como el expresidente Donald Trump tienen en este momento el mismo apoyo popular: 43 por ciento para cada uno.
Aunque Biden ha logrado estabilizar la situación inflacionaria, que se encontraba en una tasa anualizada de 8.1% en 2022, a 3.0 en 2023, sus bonos políticos no suben.
Y aunque Trump ha sido objeto de tres imputaciones criminales en un periodo de cuatro meses, es el líder indiscutido para ganar la nominación presidencial republicana.
La gran paradoja es que la mayoría de los estadounidenses preferiría otros candidatos, pero van a tener que conformarse con una elección Biden versus Trump.
Si Biden retiene la Casa Blanca, como espera la mayoría de los analistas, tendrá 86 años cuando deje el poder.
Trump tiene 77 años y tendría 83 cuando termine un eventual segundo mandato.
Estados Unidos se ha convertido en una gerontocracia disfuncional, con candidatos seniles e impopulares que se aferran al poder.
Aun en el escenario de que Trump sea encarcelado por alguno de los tres procesos criminales que hay en su contra, las lagunas constitucionales le permitirían competir, ganar e, incluso, gobernar desde prisión.
Más aún, si Trump gana la Presidencia generaría un cuestionamiento constitucional que no ha sido litigado jamás en ningún tribunal: ¿podría perdonarse a sí mismo?
El caso de Trump es único, toda vez que ningún presidente de Estados Unidos había enfrentado acusaciones penales.
Pero aun si fuera condenado, la Constitución de Estados Unidos no le prohíbe postularse para el cargo, toda vez que los únicos requisitos son tener al menos 35 años de edad y ser estadounidense por nacimiento o naturalización.
Escrita durante un periodo histórico en el que era impensable que un convicto se postulara a la Presidencia, la Constitución no dice absolutamente nada al respecto.
Bajo el sistema legal de Estados Unidos, lo que no está explícitamente prohibido está permitido.
En 1920, desde prisión, luego de ser convicto por sedición a raíz de sus manifestaciones contra la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, el candidato socialista Eugene V. Debs se postuló para la Casa Blanca. Perdió.
Pero el caso de Trump no sólo es único por no existir expresidentes que se hayan postulado en su situación, sino por la cantidad de acusaciones en su contra.
Trump y su empresa enfrentan 40 acusaciones en relación con la sustracción de documentos clasificados de la Casa Blanca, 34 cargos criminales por falsificar la contabilidad de sus negocios, y cuatro por conspirar contra la validación del resultado electoral de 2020.
En conjunto, si resultara convicto de todas las opciones, podría hacerse acreedor de más de 400 años de cárcel y… ser presidente de Estados Unidos, por segunda ocasión.
Al margen de la situación legal, Estados Unidos llegará a las elecciones presidenciales de noviembre de 2024 bajo una división profundizada por las políticas polarizantes de la era Trump.
La calificadora Fitch, por primera vez, redujo el grado de la deuda soberana de Estados Unidos, entre otros factores, por la ingobernabilidad que quedó reflejada durante el debate sobre el aumento del techo de la deuda.
Si Estados Unidos se mantiene como ahora, con los demócratas bajo el control de una cámara y los republicanos de otra, el desenlace garantizará un extendido periodo de estancamiento político legislativo.
Y un nuevo capítulo de la era de la polarización.
O con un presidente que, desde prisión, se perdone a sí mismo.