La puerta del armario del dormitorio se abre de par en par dejando a la vista varias docenas de trajes de colores chillones. En los compartimentos del zapatero asoman las puntas de colores de los zapatos de dos tonos. Sobre un tocador con espejo descansan sombreros de ala ancha con pluma, relojes de cadena, tirantes y gemelos de pedrería. Para Jesús de la Rosa, alias Pachuco Nereidas, este vestidor es su capilla particular. Viendo a José de la Rosa ajustarse los gemelos y atusarse la pluma de su sombrero escrutando el espejo con expresión seria, me parece estar asistiendo a la liturgia de un torero vistiéndose antes de salir al ruedo. Aquí ocurre la transformación que lo conecta con su yo más real, “los pachucos somos de sangre”. “Mi abuelo era pachuco y mi padre después de él. Esto no es un disfraz, es una forma de vida que trasciende a las generaciones”, asegura. Su pecho descubierto revela toda una historia contada a base de tatuajes y cicatrices. Sobre el esternón, su nombre de guerra, Pachuco Nereidas, grabado en tinta, y sobre el pecho, el tatuaje del águila devorando una serpiente del escudo nacional de México. Las cicatrices son testimonio de otras épocas más violentas y menos románticas, cuando los pachucos se movían en las aguas turbias de los pandilleros antes de convertirse en dandis. “Listo”, exclama, golpeando con el dedo el ala de su sombrero, en un gesto vanidoso de quien se sabe el rey del barrio. En la puerta de su casa, un espectacular Dodge blanco de 1950 y asientos gastados de cuero marrón es la montura que completa la postal de una década a 70 años de distancia.
Los pachucos nacieron como un movimiento pandillero juvenil a finales de la década de los treinta en los Estados fronterizos de México y Estados Unidos. “Eran los hijos de inmigrantes de segunda generación que sufrieron en sus carnes el racismo. Marginados, huérfanos en tierra de nadie, acabaron rebelándose contra una sociedad americana que los excluía”, me cuenta el sociólogo mexicano y experto en expresiones culturales urbanas Vicente Froilán Escamilla. Sin duda, no eran santo de devoción del premio Nobel Octavio Paz, que los definió en uno de sus textos como “clowns impasibles y siniestros” que “a través de un dandismo grotesco y de una conducta anárquica señalan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, sino su voluntad personal de seguir siendo distintos”. Distintos fueron, sin duda, y en esta búsqueda de su identidad eligieron la indumentaria como desafío, convirtiéndola en un altavoz para hacerse oír y, sobre todo, ver.
“Estéticamente, se inspiraron en otros grupos de migrantes marginados, fundamentalmente de Harlem en Nueva York, adoptando la estética del zoot suit que existía en los círculos del jazz neoyorquino y convirtiéndolo en su propio símbolo de rebeldía”, cuenta Vicente Froilán. Pantalones holgados de tiro alto sujetos por tirantes y ceñidos en los tobillos para resaltar los zapatos bicolor, largas chaquetas con hombreras exageradas de colores chillones y sombreros de ala tocados con una pluma.
Esta estética exuberante tuvo su propia banda sonora con los ritmos del danzón, el swing, el chachachá y el mambo. También su héroe en la gran pantalla, Tin Tan, el personaje que inmortalizó el actor Germán Valdés, protagonista de cientos de películas en la época dorada del cine mexicano, y que se convirtió en la personificación amable del pachuco dejando atrás su pasado pendenciero para transformarse en la imagen de vividor simpático y parrandero asociada con los pachucos hoy en día. En la Zona Rosa, en pleno centro de Ciudad de México, una estatua de Tin Tan de cuatro metros de altura parece lista para saltar desde su pedestal a la pista de baile y marcarse un paso de swing. Es precisamente la música y el baile el pegamento que hace que los pachucos entrados en años salgan de sus casas y se reúnan los sábados en torno a una orquesta o un equipo de sonido en el parque de la Ciudadela, al aire libre, para bailar, convirtiéndose en inesperada y anacrónica atracción turística, y desgastar suela los Martes de Danzón en el Salón de Baile Los Ángeles. De alguna manera se podría decir que los pachucos son los últimos guardianes de una música concebida para ser bailada, que realmente solo adquiere sentido cuando es vivida en una pista de baile. “En Ciudad de México seremos unos 150 pachucos. Luego están los de las ciudades fronterizas como Chihuahua y Tijuana, y también los pachucos que viven en Los Ángeles”, cuenta José.
Hoy tiene lugar un evento musical en la plaza del Zócalo. De camino hacia allí, hacemos una breve parada en el almacén donde José guarda el resto de su colección de trajes. Atravesando un taller de reparación con coches desguazados y un mecánico cambiando unos neumáticos se llega a un cuarto repleto de memorabilia pachuca: sombreros, zapatos y 80 trajes cuidadosamente guardados en fundas de plástico transparente. “En casa no me caben todos, por eso los tengo que almacenar aquí. El mecánico que me alquila este espacio también me pone a punto los coches antiguos, así que todo perfecto”. José elige uno de color rosa fucsia con sombrero a juego, una camisa de lunares blanca y zapatos bicolor rosa y blancos. “Ya tenemos conjunto para el martes”, dice. El martes del que habla José, es el Martes de Danzón, una institución dentro de otra institución: el día oficial de encuentro de los pachucos en su templo, el Salón de Baile Los Ángeles en la colonia Guerrero. Este lugar abrió sus puertas en 1937 —es el salón de baile más antiguo de México— y la música no ha parado de sonar ahí dentro desde entonces. Más que un local de baile, es una cápsula del tiempo. Sus paredes están cubiertas por cientos de fotografías de bandas y orquestas que pasaron por aquí a lo largo de varias décadas. En una esquina, un altar recuerda a Dámaso Pérez Prado, el rey del mambo, quien en los cuarenta popularizó este estilo desde este mismo escenario. “En una de las mesas, Benny More escribió en una servilleta la canción Bonito y sabroso”, cuenta Miguel Nieto, director del salón. “Sobre esa misma pista de baile que tú ves bailó Frida Kahlo con Diego de Rivera. La historia de la cultura y la música de México se escribió en cada uno de sus rincones”, apunta con el orgullo de ser dueño de un espacio tan sagrado como una catedral, pero mucho más divertido. “El lema del salón acuñado por mi padre es: ‘Quien no conoce el Salón Los Ángeles no conoce México’. Esta frase habla del salón, del barrio y de la ciudad de Los Ángeles, porque quien no conoce esa ciudad no conoce una faceta mexicana muy importante que son los migrantes, y de esos migrantes surgió precisamente el movimiento de los pachucos”.
Las puertas aún no han abierto al público y los pachucos son los primeros en llegar. Aquí se juntan los que son residentes del salón, convertidos prácticamente en animadores de la fiesta, con los pachucos que llegan por libre. La media de edad es de unos 60. A sus 69 años, Carlos Bueno, impecable en su traje marfil, camisa dorada, colgantes, broche de color oro y sombrero bordado, es uno de los más veteranos. “Llevo 40 años viniendo aquí. Para mí ser pachuco significa ser libre, hacer lo que te plazca y disfrutar del baile y de la vida sin importar la edad que tengas”, asegura. No hay pachuco sin rumbera (o jainas, como también se les denomina). Carmen, su compañera sentimental y pareja de baile, enfundada en un bodi elástico plata y verde con pedrería y un penacho de plumas verdes, podría pasar por una trapecista de circo antiguo. “Para mí es algo mágico el poder vestirme con el traje de las rumberas de los años treinta. La fascinación por esta ropa la tengo desde pequeña”, explica. “Los pachucos y las rumberas de Ciudad de México somos como una familia. Todos nos conocemos y cuando alguno llega a faltar se le extraña mucho”. Dada la edad de los pachucos, ese “llegan a faltar” destila un aire trágico que hace pensar que podríamos estar ante la última generación de estos dandis, observando el último baile de una especie en vías de extinción.
Mi pensamiento sombrío se disipa con la entrada por la puerta del salón de Zaira y Joshua, una pareja de pachucos decididamente jóvenes, perfectamente conjuntados en sendos trajes azul metálico. “Mi abuelo era pachuco de los de antaño. Para mí es un gusto, un privilegio y se ha convertido en parte de mi vida. Se trata de seguir buscando nuestra identidad. No somos de allá, no somos de acá, pero estamos aquí”, explica Joshua, aludiendo al desarraigo de sus antepasados. “Nosotros, los jóvenes, somos un poquito ajenos a los ritmos antiguos como el chachachá y el danzón; sin embargo, cuando entras y te prendes de estos géneros, es algo muy mágico, te atrapa. El hecho de vestirse para la ocasión, el baile…, todo es un ritual”, asegura Zaira.
Con la orquesta en el escenario, el salón empieza a llenarse de gente. En este democrático espacio, las clases se diluyen y gente de todo tipo de estrato social comparte la tarima. En una de las mesas situadas junto a la pista de baile, un elegante señor con esmoquin y pajarita negra bebe una copa de champán junto a su mujer, ataviada con un traje de noche de tul amarillo. Tres mesas más allá, un grupo de mujeres celebran un cumpleaños con quesadillas, mole y una tarta casera traídas en tupperwares. En la pista, los pachucos se mezclan con los cientos de parejas alineadas para comenzar el siguiente danzón. Más tarde suena una conga, y los pachucos toman el centro de la pista presumiendo de coreografías y formando un corro de gente a su alrededor tratando de imitar la destreza en el baile de estos veteranos.
Bajando la amplia escalera de caracol del salón aparece Pachuco Nereidas en su flamante zoot suit rosa con un aire de galán antiguo que le va abriendo paso entre la gente de forma casi reverencial. Un rápido movimiento de hombros, exacerbado por las grandes hombreras del traje, y una combinación de frenéticos pasos de baile sobre las baldosas ajedrezadas dejan claro a los allí presentes el pedigrí de este bailarín en solo dos movimientos. A lo largo de la noche serán muchas las parejas que pasen por sus brazos en danzones cadenciosos sacados de otra época. “Nuestra cultura va a sobrevivir, no va a morir nunca”, asegura José antes de invitar a una señora a bailar el próximo danzón. “El pachuco es elegancia, el pachuco tiene dignidad. En pocas palabras, el pachuco vive y el baile sigue”, sentencia, antes de desaparecer en la pista, fundido en un elegante abrazo, difuminándose con cada vuelta, entre el resto de parejas de baile.
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