La violencia del narco y las protestas de los pobladores de La Montaña han puesto de rodillas en los últimos días al Estado de Guerrero, al sur de México. La capital, Chilpancingo, recobra el pulso después de los ataques que ocasionaron el fin de semana la muerte de seis transportistas y manifestaciones que han mantenido cortadas las carreteras que llevan a Acapulco y Ciudad de México, un caos de fuego, palos y machetes. La mañana de este martes, bajo un sol impenitente y subidos a un camión con batea de madera, los líderes de las protestas se dirigían a la multitud congregada en la autopista para presentarles el acuerdo alcanzado con las autoridades estatales. De pie, junto al vehículo, con rostro taciturno, estaban los rehenes apresados el lunes por la turbamulta que forzó la seguridad del recinto del poder Ejecutivo, entre ellos cuatro guardias nacionales y cuatro policías estatales, además de funcionarios del Ayuntamiento. Tras las negociaciones fueron liberados, se abrió el paso al tráfico y cada quien marchó a sus oficios rápidamente. El conflicto entre grupos delictivos por el control de las rutas del transporte público es el telón de fondo. A algunos taxistas y choferes de autobuses se les señala como bloqueadores del tráfico, halcones (chivatos) y narcomenudistas a favor de los grupos armados.
Es difícil deslindar quién es quién en estamaraña. Por un lado, está el narco, con dos bandas enfrentadas en este territorio, los Tlacos, que controlan el transporte público en la capital de Guerrero, y los Ardillos, que hacen lo propio con las furgonetas de pasajeros que bajan desde las comunidades de La Montaña, tierra de enfrentamientos constantes y pobreza extrema. El sábado se declararon la enésima guerra en Chilpancingo y unos quemaban taxis con sus choferes dentro, mientras los otros respondían metiendo fuego a las furgonetas rurales. La ciudad se paralizó. Detrás de todo el asunto, acusa el Gobierno federal, estaba la detención de dos transportistas ligados al narco, o sea, a los Ardillos, a quienes se encontró en posesión de armas, dijo la secretaria de Seguridad, Rosa Icela Rodríguez.
El lunes, una marcha de miles de personas llegada de varios pueblos, logró secuestrar un vehículo blindado de los agentes de seguridad y arremetió con él contra el recinto del poder Ejecutivo del Estado, tomando como rehenes a varios agentes que pasaron la noche en la cancha deportiva del poblado cercano de Las Petaquillas, desprovistos de sus armas, escudos y celulares. Cenaron pollo rostizado y no parece que tengan lesión alguna que lamentar. “Estamos bien, pasamos la noche en la cancha del pueblo”, dijo uno de los policías a este periódico este martes, minutos antes de ser liberado. Como a sus compañeros apresados, se le veía un semblante serio, de cansancio.
Arriba del camión que dirigía a las masas, el activista y empresario Guillermo Matías Marrón, líder de las protestas, sometía este martes los acuerdos alcanzados con el Gobierno estatal a la muchedumbre reunida. Había campesinos de huaraches y pies polvorientos, transportistas, encapuchados, descamisados, la mayoría armados todavía con sus palitroques y algunos machetes colgados al cinto que llegaban por bajo de la rodilla. Todo el mundo sudaba bajo las gorras y los sombreros. Marrón devolvió a los agentes los cargadores y les invitó a que tomaran sus escudos. “¿Les falta algo? Dijeron ayer que les habían quitado sus celulares”, preguntó Marrón a los rehenes. “Los cascos, chalecos y dos celulares”, contestaron ellos más con gestos que con palabras. Parecerá una tontería en medio de un secuestro, pero en México, muchos de estos policías son tan pobres como los que protestan y parte de la indumentaria se la tienen que pagar ellos. Tan pueblo llano son los unos como los otros. Recogieron sus enseres y en silencio entraron en las ambulancias donde se les prestó un primer reconocimiento sanitario.
Minutos antes, el director de Gobernación, Francisco Rodríguez Cisneros, fue invitado a subir a la camioneta y por el micrófono aseguró que las autoridades estatales tomaban en cuenta el pliego petitorio con las reivindicaciones sociales, así como las medidas de seguridad que exigían los transportistas del servicio público: controles en las vías para garantizar que no silben las balas. Cisneros dijo que ahí dejaba su teléfono para quien quisiera ponerse en contacto con él. También se encaramó al vehículo uno de los cabecillas de los transportistas, que se mostraba en desacuerdo con lo conseguido en materia de seguridad. Quienes pedían arreglos en las carreteras, drenaje de aguas negras, pavimentación de calles, mejoras en las escuelas y también seguridad, se desmarcaban de los Tlacos, de los Ardillos y de los transportistas. Marrón explicó que ellos habían organizado la marcha “desde hace dos meses”. Pero todos estaban arriba del camión y las autoridades los meten en el mismo saco. Consideran que las reivindicaciones sociales no son más que una cortina de humo. Los pueblos de La Montaña son territorio de los Ardillos, y los medios locales y el Gobierno federal no dudaron en relacionar el asunto con la banda criminal, asegurando que muchos de los presentes fueron obligados a marchar. Y que la petición principal era liberar a los líderes transportistas vinculados con ese cartel que copa La Montaña. Si los transportistas detenidos han sido o no liberados, se desconoce todavía.
El precedente de estas violencias que han sacudido Chilpancingo tiene otro origen en un reclamo que el narco dejó a la alcaldesa de la ciudad, Norma Otilia Hernández, el 24 de junio. Acompañada de varias cabezas cortadas y dispuestas sobre el capó de un coche y siete cuerpos despedazados repartidos por una céntrica plaza de la capital guerrerense, una cartulina pedía el desayuno prometido por la alcaldesa. ¿Un desayuno? La semana pasada, un video mostraba a Norma Otilia Hernández reunida supuestamente con un líder de los Ardillos, Celso Ortega Jiménez, y se armó el escándalo. Hernández no se había vuelto a reunir con ellos y los decapitados se lo recordaban. En cambio, se detuvo a los transportistas y se armó la guerra.
La alcaldesa se paseó este martes, custodiada por el Ejército y la policía estatal por varios mercados de Chilpancingo, fue a visitar a los agentes liberados al hospital y tiró besos a los periodistas y vecinos desde su coche. Apeló a la confianza en las instituciones y pidió a los vecinos que volvieran a sus quehaceres. “Estamos de pie”, dijo. Apenas hacía 20 minutos que las autopistas habían quedado abiertas al tráfico. No habló de relaciones con el narco.
A este rizo le faltan varias vueltas para enredarse aún más. Dos de los líderes de la oposición al Gobierno de la República, por parte del PRI y del PRD, aprovecharon el caos desatado en Guerrero para denunciar la falta de Estado y la incapacidad del presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, para acabar con la violencia y la inseguridad que estos días recorre todo México. Va por oleadas. Y pidieron que la alcaldesa Hernández y la gobernadora del Estado, Evelyn Salgado, ambas morenistas como el presidente, dejen sus cargos. El perredista Jesús Zambrano criticó que el territorio ha caído en manos del crimen organizado. Y el priista Alejandro Moreno, de reputación cuestionada por asuntos de corrupción, señaló la “pésima estrategia nacional” para combatir la violencia. Algunas radios locales tronaban en Chilpancingo este martes acusando a estos partidos opositores de estar detrás de estas violencias para desestabilizar a los gobiernos de Morena, tanto en el Ayuntamiento como en la gubernatura del Estado.
Por si faltaba alguien para completar el Belén, ayer se volvió a pronunciar el obispo, ya retirado, Salvador Rangel, personaje destacado en estos escenarios. En declaraciones al diario El Sur de Acapulco, reconoció que los manifestantes simpatizan con los Ardillos, pero dio por bueno el pliego petitorio de carácter social y su virtud para resolver el conflicto si eran atendidas las exigencias. Cargó contra los Tlacos, de quienes dijo que se han adueñado de la capital porque así lo consintió el anterior gobernador, Héctor Astudillo (PRI), y que aún mantienen lazos con la alcaldesa Hernández (Morena) a pesar de que la reunión revelada era con un capo de los Ardillos.
La dificultad para desentrañar la maraña que forman en México el narco, los políticos, el pueblo y sus reclamos, y la propia Iglesia es fenomenal. Nunca se sabe bien del todo hasta dónde llegan las lindes de unos y otros poderes. El crimen penetra con fuerza en la política, hasta el punto de que los analistas en seguridad confirman que son los mafiosos quienes deciden quién concurre a las elecciones en cada pueblo, y también en las ciudades. Y cuando sus exigencias no se cumplen, como un niño caprichoso, desencadenan una extraordinaria rabieta que en estos lugares se resuelve con pólvora. La población queda esos días atrapada en medio de ciudades y pueblos paralizados y si se les pregunta, no hacen distingos en la respuesta: “Todos son una bola de delincuentes”.
El narco y las protestas sociales ponen de rodillas al Estado de Guerrero
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