Ayotzinapa, trampa presidencial

Al dar por terminada la investigación sobre el caso Ayotzinapa en septiembre próximo, como está programado, el presidente Andrés Manuel López Obrador dirá que cumplió con los padres de las víctimas y resolvió el crimen, aunque no sea cierto. El caso, de hecho, concluirá en condiciones más confusas, de mayores dudas, lleno de contradicciones y, lo peor, con los asesinos confesos en libertad, gracias a que su gobierno les perdonó todo a cambio de imputar a militares y exfuncionarios, pero sin aportar pruebas para proceder en su contra de manera clara y contundente.

Lo último que esperaba, el reporte del Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes que contrató el gobierno de Enrique Peña Nieto a través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y recontrató el de López Obrador, contribuye al descrédito de su gobierno. Carlos Beristáin, uno de los dos integrantes que sobrevivieron todos estos años en el GIEI, reiteró este martes que no había condiciones para llegar a la verdad y, sin decirlo abiertamente, responsabilizó al gobierno de no haber logrado que las Fuerzas Armadas les dieran toda la información que solicitaron, por lo cual existía el riesgo de que “la mentira se institucionalice como respuesta” –un eco de una acusación similar al gobierno peñista–.

A casi una década del crimen, las investigaciones de los gobiernos de Peña Nieto y López Obrador han sido desaseadas, con irregularidades e ilegalidades en ambos casos, donde la verdad de fondo ha quedado olvidada, pese a coincidir en ella ambas administraciones: los 43 normalistas fueron detenidos por policías municipales de Iguala, que después contaron con el apoyo de agentes de los municipios colindantes, que se los entregaron a Guerreros Unidos. En ambas versiones, la “verdad histórica” y la “verdad alterna”, fueron asesinados e incinerados. La diferencia está en el cómo y el dónde, pero sobre todo en la carga del quién; en la primera, los responsables son los asesinos, mientras que en la segunda son los funcionarios federales, de entonces y actuales.

El ex procurador general Jesús Murillo Karam está preso, acusado de haber establecido una narrativa que buscaba el encubrimiento de autoridades federales supuestamente involucradas en el crimen. El subsecretario de Gobernación para Derechos Humanos, Alejandro Encinas, responsable de la investigación, ha hecho lo mismo que Murillo Karam, crear una narrativa que en la práctica protege a los asesinos de Guerreros Unidos y, probablemente, al exalcalde de Iguala, al liberarlos de culpa, para, mediante declaraciones inducidas –no bajo tortura como en el gobierno anterior– y con pruebas falsas, acusar a un general de haber ordenado el asesinato de los normalistas.

Encinas, como el propio López Obrador lo ha dicho en algunas reuniones, tiene una obsesión contra los militares, pero lo ha respaldado. Incluso, autorizó la reactivación de órdenes de aprehensión contra casi dos decenas de militares en activo y en retiro para que le ayudara a respaldar su discurso del próximo septiembre y decir que había cumplido con lo ofrecido en campaña. La posición del GIEI, sin embargo, lo mete en una contradicción, luego de que Beristáin señaló que el último informe presentado el martes “muestra los distintos niveles de implicación y responsabilidad de los diversos niveles del Estado en el ataque de los 43″. ¿A quiénes se refiere?

En primer lugar, por jerarquía administrativa, al secretario de la Marina, almirante José Rafael Ojeda Durán, que era el comandante de la 8ª Región Naval Militar, con sede en Acapulco, cuando se dio la desaparición de los normalistas. En esa categoría, el almirante participaba en las mesas de seguridad semanales en Guerrero, donde durante largo tiempo se habló de la presencia de Guerreros Unidos en Iguala y la Tierra Caliente, de las actividades ilegales del exalcalde José Luis Abarca, de la presunta colaboración de algunos militares con la delincuencia organizada y, en algo que imputan Encinas y el GIEI, de haber sembrado evidencia falsa sobre los restos humanos de los normalistas.

A nivel federal, el segundo en el ojo del GIEI es Alfredo Higuera Bernal, titular de la Fiscalía Especializada en Delincuencia Organizada, que como tal ocupaba el mismo cargo en la Procuraduría General, peñista, que no fue removido por el fiscal general, Alejandro Gertz Manero. Hace casi un mes, fue detenido quien trabajó con él en la investigación del caso Ayotzinapa, Gualberto Ramírez, extitular de la Unidad Antisecuestros de lo que era la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada.

En el nivel local, la figura más sobresaliente a la que se refiere el GIEI es Omar García Harfuch, el secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, que en ese entonces era el delegado de la Policía Federal en Guerrero, y uno de los participantes de la Mesa de Seguridad. García Harfuch está enemistado con el fiscal Gertz Manero y en la Secretaría de Seguridad federal consideran que sí estuvo involucrado con Guerreros Unidos, una imputación que siempre ha negado.

De manera indirecta señalan al general Audomaro Martínez, director del Centro Nacional de Inteligencia, al quejarse de que el Cisen, que es como se llamaba hasta el sexenio pasado, les negó información, lo que se mantuvo hasta la actualidad.

No quiere quedar mal con los padres de los normalistas, pero tampoco ha aceptado una investigación forzada o inventada, o que, aun en el supuesto de que fuera cierta, afecte a la cúpula del Ejército. Quisiera minimizar el daño a las Fuerzas Armadas con acusaciones quirúrgicas, como la que tiene en prisión al general José Rodríguez, que encabezaba el 27º Batallón de Infantería en Iguala en los días en que se cometió el crimen, acusado con pruebas –chats a modo que presentó Encinas donde lo involucraban en el crimen– que resultaron falsas.

El Presidente se mantiene firme en que hasta ahí llegue la responsabilidad de las Fuerzas Armadas, pero el informe del GIEI lo volvió a colocar en la trampa. Ahí están los funcionarios indirectamente imputados que se mantienen en sus cargos, sumergido en las contradicciones de un caso donde no midió su complejidad ni sus consecuencias.

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