Debemos ser muy cautos cuando una política pública requiere de muchas explicaciones, de muchas aclaraciones o de muchas justificaciones. Cuando sus páginas están plenas de corchetes, de asteriscos, de cursivas, de comillas, de paréntesis, de admiraciones y de interrogaciones.
Esto bien lo sabemos los mexicanos, porque ya llevamos ocho sexenios en los que la corrupción ha sido el discurso, el programa y la promesa. Desde la campaña de 1975 se dijo que sería combatida. Se encarceló a dos o tres funcionarios de cada régimen anterior, pero nunca del sexenio propio; se inventaron lemas, se colocaron contralores, se reformaron leyes, se endurecieron castigos, se especializaron fiscalías y hasta se instalaron controles de confianza, detectores de mentiras y triples declaraciones que vaya usted a saber para lo que hayan servido.
El extenso discurso comenzó hace casi 50 años y aún no se adivina si terminará. Se repite sin pausa y sin cambio. El orador en turno siempre lo cree nuevo, novedoso e innovador. Se ufana de único, de exclusivo y de original. Nunca advierte que es un simple remedo clonado.
En este medio siglo han sido miles los candidatos y los gobernantes que lo han manoseado. Lo mismo los que ganaron que los que perdieron. Presidentes, diputados, senadores, gobernadores, alcaldes y concejales. Casi todos han jurado que serán honestos y que ya no habrá ladrones oficiales.
Además, otros dos temas compiten con la corrupción en cuanto a discursos, escritos y tiempos invertidos. Ellos son las batallas contra la pobreza y las guerras contra la delincuencia.
Los tres han tenido la misma profusión y los mismos resultados. Cada sexenio hemos sumado más corruptos, más pobres y más muertos, según nos lo dicen los gobiernos, las agencias internacionales y los observadores privados. En la política, lo mejor y lo peor no es cómo estamos, sino cómo vamos.
Por si fuera poco, además del discurso, hemos sido muy prolíficos en cuanto a organigramas. En México existe un ministerio para atender a los pobres. Otro ministerio para combatir a los corruptos. Y cuatro ministerios para vencer a los criminales. Pocos países necesitan tantos y a muchos les daría vergüenza tenerlos.
Si el ranking mundial fuera por la cantidad, podríamos ser el mejor país en la lucha contra la ladronería pública, contra la pobreza estructural y contra la criminalidad descontrolada. Y es entonces, ante una retórica tan adiposa y un resultado tan magro, que nos vemos obligados a revisar nuestro espejo y a repensar nuestro camino.
¿Qué es lo que ha estado mal? ¿El discurso o la acción? ¿En dónde hemos fallado y qué es lo que debemos corregir dado que el discurso parece bueno, pero el resultado es tan malo?
Si han querido resolverlo y no han podido, se trata de un grave fracaso. O han sido impotentes o han sido incompetentes. No hay tercera opción. Pero si realmente no han querido resolverlo y tan sólo lo han prometido, entonces se trata de un vil fraude. Aquí ni siquiera hay una segunda opción.
Es muy peligroso un inteligente que se comporta como tonto y es muy peligroso un tonto que se comporta como inteligente. Tan sólo podemos confiar en la brillantez de los geniales o en la estupidez de los imbéciles. El genio fidedigno y el estúpido genuino son muy predecibles, y son muy cumplidores.
Reconozco que no es fácil combatir al mismo tiempo la corrupción, la delincuencia y la pobreza. Conozco a muchos gobiernos que han dicho que lo han hecho. Pero no es cierto ni les debemos creer. En el mundo libre sólo conozco el caso de Franklin Roosevelt, quien combatió a los tres y tuvo éxito. Por si fuera poco, de paso, también venció a Hitler, a Mussolini, a Japón y hasta a sus propios aliados. Este político invicto venció a todos juntos.
Como en una obra literaria, toda obra de gobierno empieza con una inicial mayúscula y termina con un punto final. Algunos libros de gobierno se convierten en obra clásica, mientras que otros apenas sirven como papel de baño.